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Oficio de lectura
Jueves XXIII

III semana

Martha de Jesús+
1941-2008

Daniel +
1972-2001

INVITATORIO

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Ant Venid, adoremos al Señor, porque él es nuestro Dios.
[Sal 94] ó [Sal 99] ó [Sal 66] ó [Sal 23]

HIMNO

Con gozo el corazón cante la vida,
presencia y maravilla del Señor,
de luz y de color bella armonía,
sinfónica cadencia de su amor.

Palabra esplendorosa de su Verbo,
cascada luminosa de verdad,
que fluye en todo ser que en él fue hecho
imagen de su ser y de su amor.

La fe cante al Señor, y su alabanza,
palabra mensajera del amor,
responda con ternura a su llamada
en himno agradecido a su gran don.

Dejemos que su amor nos llene el alma
en íntimo diálogo con Dios,
en puras claridades cara a cara,
bañadas por los rayos de su sol.

Al Padre subirá nuestra alabanza
por Cristo, nuestro vivo intercesor,
en alas de su Espíritu que inflama
en todo corazón su gran amor. Amén.

SALMODIA

Ant.1 Mira, Señor, contempla nuestro oprobio.

- Salmo 88, 39-53-
--IV--

Tú encolerizado con tu Ungido,
lo has rechazado y desechado;
has roto la alianza con tu siervo
y has profanado hasta el suelo su corona;

has derribado sus murallas
y derrocado sus fortalezas;
todo viandante lo saquea,
y es la burla de sus vecinos;

has sometido la diestra de sus enemigos
y has dado el triunfo a sus adversarios;
pero a él le has embotado la espada
y no lo has confortado en la pelea;

has quebrado su cetro glorioso
y has derribado su trono;
has acortado los días de su juventud
y lo has cubierto de ignominia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant.1 Mira, Señor, contempla nuestro oprobio.

Ant. 2 Yo soy el renuevo y el vástago de David, la estrella
luciente de la mañana.

--V--

¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido
y arderá como un fuego tu cólera?
Recuerda, Señor, lo corta que es mi vida
y lo caducos que has creado a los humanos.

¿Quién vivirá sin ver la muerte?
¿Quién sustraerá su vida a la garra del abismo?
¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia
que por tu fidelidad juraste a David?

Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos:
lo que tengo que aguantar de las naciones,
de cómo afrentan, Señor, tus enemigos,
de cómo afrentan las huellas de tu Ungido.

Bendito el Señor por siempre. Amén, amén.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 2 Yo soy el renuevo y el vástago de David, la estrella
luciente de la mañana.

Ant. 3 Nuestros años se acaban como la hierba, pero tú,
Señor, permaneces desde siempre.

--Salmo 89--

Señor, tú has sido nuetro refugio
de generación en generación.

Antes que naciesen los montes
o fuera engendrado el orbe de la tierra,
desde siempre y por siempre tú eres Dios.

Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: "Retornad, hijos de Adán."
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vigilia nocturna.

Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.

¡Cómo nos ha consumido tu cólera
y nos ha trastornado tu indignación!
Pusiste nuestras culpas ante ti,
nuestros secretos ante la luz de tu mirada:
y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera,
y nuestros años se acabaron como un suspiro.

Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.

¿Quién conoce la vehemencia de tu ira,
quién ha sentido el peso de tu cólera?
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.

Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos;
por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

Danos alegría por los días que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción,
y sus hijos tu gloria.

Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 3 Nuestros años se acaban como la hierba, pero tú,
Señor, permaneces desde siempre.

VERSÍCULO

V. En ti, Señor, está la fuente viva.
R. Y tu luz nos hace ver la luz.

PRIMERA LECTURA

De la segunda carta del apóstol san Pedro
3, 1-10

Hermanos: Ésta es ya la segunda carta que os escribo.
En las dos he procurado excitar con mi recuerdo vuestro
sano criterio. Así traeréis a la memoria las palabras pre-
dichas por los santos profetas y la enseñanza del Señor
y Salvador, que os comunicaron vuestros apóstoles.

Ante todo habéis de saber que en los últimos tiempos
vendrán escarnecedores con sus burlas, que llevarán una
vida en conformidad con sus concupiscencias y que di-
rán: «¿Qué se ha hecho de la promesa de su venida?
Desde que murieron nuestros padres, todo sigue lo mis-
mo que desde el principio de la creación.» Estos tales se
olvidan de propósito que ya en tiempos muy antiguos
hubo cielos y hubo tierra que salió del agua y adquirió
estabilidad en medio de las aguas por la palabra de Dios,
y que por ellas pereció el mundo de entonces, anegado
en el diluvio. Pero los cielos y la tierra actuales están
guardados por la misma palabra de Dios para el fuego;
están reservados para el día del juicio y de la destrucción
de los impíos.

Una cosa importantísima, carísimos, no debéis olvidar.
Y es que para el Señor un día es como mil años, y mil
años como un día. No es tardo el Señor en el cumpli-
miento de sus promesas, como algunos piensan. Lo que
hace es aguardaros pacientemente, porque no quiere que
nadie perezca, sino que todos vengáis a arrepentiros.

Pero vendrá el día del Señor como un ladrón: enton-
ces desaparecerán los cielos con estruendo, los elementos
abrasados se disolverán y la tierra con todas sus obras
dejará de existir.

Responsorio

R. Si el amo de la casa supiera a qué hora de la noche
ha de venir el ladrón, estaría en vela y no le dejaría
horadar la pared de su casa. * Así, también vosotros
estad preparados.

V. El día del Señor vendrá como un ladrón: entonces
desaparecerán los cielos con estruendo.

R. Así, también vosotros estad preparados.

SEGUNDA LECTURA

Del Comentario de san Bruno, presbítero, sobre los
salmos

¡Qué deseables son tus moradas! Mi alma se consume
y anhela llegar a los atrios del Señor, es decir, desea lle-
gar a la Jerusalén del cielo, la gran ciudad del Dios vivo.

El profeta nos muestra cuál sea la razón por la que
desea llegar a los atrios del Señor: «Lo deseo, Señor Dios
de los ejércitos celestiales, Rey mío y Dios mío, porque
son dichosos los que viven en tu casa, la Jerusalén celes-
tial.» Es como si dijera: «¿Quién no anhelará llegar a tus
atrios, siendo tú el mismo Dios, el Señor de los ejércitos,
el Rey del universo? ¿Quién no anhelará penetrar en tu
tabernáculo si son dichosos los que viven en tu casa?»
Atrios y casa significan aquí lo mismo. Y cuando dice
aquí dichosos ya se sobrentiende que tienen tanta dicha
cuanto el hombre es capaz de concebir. Por ello son di-
chosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a
Dios con un amor totalmente definitivo, que durará por
los siglos de los siglos, es decir, eternamente; y no po-
drían alabar eternamente, sino fueran eternamente di-
chosos.

Esta dicha nadie puede alcanzarla por sus propias
fuerzas, aunque posea ya la esperanza, la fe y el amor;
únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en
ti su -fuerza y con ella dispone su corazón para que llegue
a esta suprema felicidad, que es lo mismo que decir:
únicamente alcanza esta suprema dicha aquel que, des-
pués de ejercitarse en las diversas virtudes y buenas
obras, recibe además el auxilio de la gracia divina; pues
por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema felicidad,
como lo afirma el mismo Señor: Nadie sube al cielo —se
entiende por sí mismo—, sino el Hijo del hombre, que
está en el cielo.

Afirmo que dispone su corazón para subir hasta esta
suprema felicidad porque, de hecho, el hombre se encuen-
tra en un árido valle de lágrimas, es decir, en un mundo
que, en comparación con la vida eterna, que viene a ser
como un monte repleto de alegría, es un valle profundo
donde abundan los sufrimientos y las tribulaciones.

Pero como sea que el profeta declara dichoso al hom-
bre que encuentra en ti su fuerza, podría alguien pregun-
tarse: «¿Concede Dios su ayuda para conseguir esto?»
A ello respondo: Sin duda alguna, Dios concede a los san-
tos este auxilio. En efecto, nuestro legislador, Cristo, el
mismo que nos dio la ley, nos ha dado y continuará dán-
donos sin cesar sus bendiciones; con ellas nos irá elevan-
do hacia la dicha suprema y así subiremos, de altura en
altura, hasta que lleguemos a contemplar a Cristo, el
Dios de los dioses; él nos divinizará en la futura Jerusa-
lén del cielo: por ello allí podremos contemplar al Dios
de los dioses, es decir, a la Santa Trinidad en sus mis-
mos santos; es decir, nuestra inteligencia sabrá descubrir
en nosotros mismos a aquel Dios a quien nadie en este
mundo pudo ver y de esta forma Dios lo será todo en
todos.

Responsorio

R. Ahora somos hijos de Dios, aunque todavía no se
ha manifestado lo que hemos de ser. * Sabemos que,
cuando se manifieste, seremos semejantes a él, por-
que lo veremos tal cual es.

V. Todo el que tiene esta esperanza en él se vuelve santo
como él es santo.

R. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos seme-
jantes a él, porque lo veremos tal cual es.

ORACIÓN.

Oremos:
Dios nuestro, que nos has enviado la redención y con-
cedido la filiación adoptiva, protege con bondad a los
hijos que tanto amas, y concédenos, por nuestra fe en
Cristo, la verdadera libertad y la herencia eterna. Por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

CONCLUSIÓN.

V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.

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