II semana
Daniel +
1972-2001
INVITATORIO
V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.
Ant El Señor es bueno, bendecid su nombre.
HIMNO
Si eres, muerte, lo más mío
y mi vida lo más tuyo,
si con instantes construyo
mi tumba, hueco de frío,
si ensaya mi desvarío
morir mi muerte en el sueño,
¿me empeñaré en otro empeño?
¿Estaré, muerte, maduro
para el instante inseguro
de adueñarme de tu ensueño?
Ayer, helado castigo;
hoy, eres llama y corona
y espiga que se abandona
doblada por el amigo.
En la cruz, eres testigo
de la vida y del amor.
Y, cual torbellino en flor,
eres júbilo llorando,
eres himno asilenciado,
eres oscuro esplendor. Amén.
SALMODIA
Ant.1 Señor, no me castigues con cólera.
- Salmo 37-
--I--
Señor, no me corrijas con ira,
no me castigues con cólera;
tus flechas se me han clavado,
tu mano pesa sobre mí;
no hay parte ilesa en mi carne
a causa de tu furor,
no tienen descanso mis huesos
a causa de mis pecados;
mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant.1 Señor, no me castigues con cólera.
Ant. 2 Señor, todas mis ansias están en tu presencia.
--II--
Mis llagas están podridas y supuran
por causa de mi insensatez;
voy encorvado y encogido,
todo el día camino sombrío;
tengo las espaldas ardiendo,
no hay parte ilesa en mi carne;
estoy agotado, deshecho del todo;
rujo con más fuerza que un león.
Señor mío, todas mis ansias están en tu presencia,
no se te ocultan mis gemidos;
siento palpitar mi corazón,
me abandonan las fuerzas,
y me falta hasta la luz de los ojos.
Mis amigos y compañeros se alejan de mí,
mis parientes se quedan a distancia;
me tienden lazos los que atentan contra mí,
los que desean mi daño me amenazan de muerte,
todo el día murmuran traiciones.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. 2 Señor, todas mis ansias están en tu presencia.
Ant. 3 Yo te confieso mi culpa, no me abandones, Señor,
Dios mío.
--III--
Pero yo, como un sordo, no oigo;
como un mudo, no abro la boca;
soy como uno que no oye
y no puede replicar.
En ti, Señor, espero,
y tú me escucharás, Señor, Dios mío;
esto pido: que no se alegren por mi causa,
que, cuando resbale mi pie, no canten triunfo.
Porque yo estoy a punto de caer,
y mi pena no se aparta de mí:
yo confieso mi culpa,
me aflige mi pecado.
Mis enemigos mortales son poderosos,
son muchos los que me aborrecen sin razón,
los que me pagan males por bienes,
los que me atacan cuando procuro el bien.
No me abandones, Señor,
Dios mío, no te quedes lejos;
ven aprisa a socorrerme,
Señor mío, mi salvación.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. 3 Yo te confieso mi culpa, no me abandones, Señor,
Dios mío.
VERSÍCULO
V. Mis ojos se consumen aguardando tu salvación.
R. Y tu promesa de justicia.
PRIMERA LECTURA
Del libro del profeta Daniel
10, 1-21
El año tercero de Ciro, rey de Persia, fue revelada
una palabra a Daniel, por sobrenombre Beltsasar, pala-
bra verdadera que era el anuncio de una gran lucha. Él
comprendió esa palabra, le fue dada en visión su inteli-
gencia.
En aquel tiempo, yo, Daniel, estuve en duelo durante
tres semanas: no comí alimento sabroso, ni carne ni
vino entraron en mi boca, ni me ungí, hasta el término
de esas tres semanas. El día veinticuatro del primer
mes, estando a orillas del río grande, el Tigris, levanté
los ojos para ver, y vi esto:
Un hombre vestido de lino, ceñidos los lomos con un
cinturón de oro puro; su cuerpo era como de crisólito,
su rostro tenía el aspecto del relámpago, sus ojos eran
como antorchas de fuego, sus brazos y sus piernas como
el fulgor del bronce bruñido y el rumor de sus palabras
era como el rumor de una multitud.
Sólo yo, Daniel, contemplé esta visión. Los hombres
que estaban conmigo no veían la visión, pero un gran
temblor los invadió y huyeron a esconderse. Quedé yo
solo contemplando esta gran visión. Estaba sin fuerzas,
se demudó mi rostro, desfigurado, y quedé totalmente
sin fuerzas. Oí el rumor de sus palabras y, al oírlo, caí
desvanecido, rostro en tierra. En esto, una mano me
tocó, haciendo castañetear mis rodillas y las palmas de
mis manos. Y me dijo:
«Daniel, hombre de las predilecciones, presta aten-
ción a las palabras que voy a decirte e incorpórate, por-
que yo he sido enviado ahora hacia ti.»
Cuando me dijo estas palabras me incorporé temblan-
do. Luego prosiguió él, diciendo:
«No temas, Daniel, porque desde el primer día en que
tú intentaste de corazón comprender y te humillaste de-
lante de tu Dios fueron oídas tus palabras, y precisa-
mente debido a tus palabras he venido yo. El príncipe
del reino de Persia me ha hecho resistencia durante
veintiún días, pero Miguel, uno de los primeros prínci-
pes, ha venido en mi ayuda. Lo he dejado allí junto a los
reyes de Persia y he venido a manifestarte lo que le
ocurrirá a tu pueblo al fin de los días. Porque hay toda-
vía una visión para esos días.»
Al decirme estas palabras di con mi rostro en tierra
y quedé en silencio; y he aquí que una figura de hijo de
hombre me tocó los labios. Abrí la boca para hablar y
dije a aquel que estaba delante de mí:
«Señor mío, ante esta visión la angustia me invade y
ya no tengo fuerzas. Y ¿cómo este siervo de mi Señor
podría hablar con mi Señor, cuando ahora las fuerzas
me faltan y ni aliento me queda?»
La figura de hombre me tocó de nuevo y me reanimó.
Me dijo:
«No temas, hombre de las predilecciones; la paz sea
contigo, cobra fuerza y ánimo.»
Y mientras me hablaba me sentí reanimado y dije:
«Hable mi Señor, porque me has confortado.»
Me dijo entonces:
«¿Sabes por qué he venido yo hacia ti? Voy a reve-
larte lo que está escrito en el libro de la verdad. Vol-
veré ahora a luchar con el príncipe de Persia; cuando
haya terminado, verás que viene el príncipe de Grecia.
Nadie me presta ayuda para esto, excepto Miguel, vues-
tro príncipe, mi apoyo para darme ayuda y sostenerme.»
Responsorio
R. Desde el primer día en que tú intentaste de corazón
comprender y te humillaste delante de tu Dios * fue-
ron oídas las palabras de tu oración.
V. No temas, Daniel, voy a revelarte lo que está escrito
en el libro de la verdad.
R. Pues fueron oídas las palabras de tu oración.
SEGUNDA LECTURA
Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la
muerte
Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de
cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal
como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración coti-
diana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no some-
terse inmediatamente al imperio de la voluntad del Se-
ñor, cuando él nos llama para salir de este mundo! Nos
resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia
del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y
aflicción, y partimos de este mundo forzados por una ley
necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pre-
tendemos que nos honre con el premio celestial aquel a
cuya presencia llegamos por la fuerza. ¿Para qué roga-
mos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto
nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con
tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si
nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera
al deseo de reinar con Cristo?
Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que
te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redi-
mido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con pala-
bras bien elocuentes a que no amemos el mundo ni si-
gamos las apetencias de la carne: No améis al mundo
—dice— ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo
no posee el amor del Padre, porque todo cuanto hay en
el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia
de los ojos y soberbia de la vida. El mundo pasa y sus
concupiscencias con él. Pero quien cumple la voluntad
de Dios permanece para siempre. Procuremos más bien,
hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una
fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a
cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea;
rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de
la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos
lo que creemos.
Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados,
que hemos renunciado al mundo y que mientras vivi-
mos en él somos como extranjeros y peregrinos. De-
seemos con ardor aquel día en que se nos asignará nues-
tro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso
y al reino, después de habernos arrancado de las atadu-
ras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de
su patria es natural que tenga prisa por volver a ella.
Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí nos es-
pera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda
el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos,
seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra.
Tanto para ellos como para nosotros significará una gran
alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la
felicidad plena y sin término la hallaremos en el reino
celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino
la vida sin fin.
Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud
exultante de los profetas, la innumerable muchedumbre
de los mártires, coronados por el glorioso certamen de
su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que con el vigor
de su continencia dominaron la concupiscencia de su
carne y de su cuerpo; allí los que han obtenido el premio
de su misericordia, los que practicaron el bien, soco-
rriendo a los necesitados con sus bienes, los que, obede-
ciendo el consejo del Señor, trasladaron su patrimonio
terreno a los tesoros celestiales. Deseemos ávidamente
hermanos muy amados, la compañía de todos ellos. Que
Dios vea estos nuestros pensamientos, que Cristo con-
temple este deseo de nuestra mente y de nuestra fe, ya
que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto
mayor sea nuestro deseo de él.
Responsorio
R. Nuestros derechos de ciudadanía radican en los
cielos, de donde esperamos que venga como salva-
dor Cristo Jesús, el Señor. * Él transfigurará nuestro
cuerpo de humilde condición en un cuerpo glorioso,
semejante al suyo.
V. Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida,
os manifestaréis también vosotros con él, revesti-
dos de gloria.
R. Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condi-
ción en un cuerpo glorioso, semejante al suyo.
ORACIÓN.
Oremos:
Mueve, Señor, nuestros corazones, para que correspon-
damos con mayor generosidad a la acción de tu gracia,
y recibamos en mayor abundancia la ayuda de tu bondad.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
CONCLUSIÓN.
V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.
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