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Oficio de lectura
Lunes Santo

II semana
Martha de Jesús+
1941-2008

Daniel +
1972-2001

INVITATORIO

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Ant A Cristo, el Señor, que por nosotros fue tentado
y por nosotros murió, venid, adorémosle.
[Sal 94] ó [Sal 99] ó [Sal 66] ó [Sal 23]

HIMNO

Vinagre y hiél para sus labios pide,
y perdón para el pueblo que le hiere,
que, como sólo porque viva muere,
con su inmensa piedad sus culpas mide.

Señor, que al que le deja no despide,
que al siervo vil que le aborrece quiere,
que, porque su traidor no desespere,
a llamarle su amigo se comide.

Ya no deja ignorancia al pueblo hebreo
de que es Hijo de Dios, si agonizando
hace de amor por su dureza empleo.

Quien por sus enemigos expirado
pide perdón, mejor, en tal deseo,
mostró ser Dios, que el sol y el mar bramando.

SALMODIA

Ant. 1 Inclina, Señor, tu oído hacia mí; ven a librarme.

- Salmo 30, 2-17, 20-25 -
--I--

A ti, Señor, me acojo:
no quede yo nunca defraudado;
tú, que eres justo, ponme a salvo,
inclina tu oído hacia mí;

ven aprisa a librarme,
sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte;

por tu nombre dirígeme y guíame:
sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi amparo.

En tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás;
tú aborrecea a los que veneran ídolos inertes,
pero yo confío en el Señor;
tu misericordia sea mi gozo y mi alegría.

Te has fijado en mi aflicción,
velas por mi vida en peligro;
no me has entregado en manos del enemigo,
has puesto mis pies en un camino ancho.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en un principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 1 Inclina, Señor, tu oído hacia mí; ven a librarme.

Ant. 2 Haz brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo.

--II--

Piedad, Señor, que estoy en peligro:
se consumen de dolor mis ojos,
mi garganta y mis entrañas.

Mi vida se gasta en el dolor;
mis años, en los gemidos;
mi vigor decae con las penas,
mis huesos se consumen.

Soy la burla de todos mis enemigos,
la irrisión de mis vecinos,
el espanto de mis conocidos:
me ven por la calle y escapan de mí.
Me han olvidado como a un muerto,
me han desechado como un cacharro inútil.

Oigo las burlas de la gente,
y todo me da miedo;
se conjuran contra mí
y traman quitarme la vida.

Pero yo confío en ti, Señor,
te digo: "Tú eres mi Dios."
En tu mano está mi destino:
líbrame de los enemigos que me persiguen;
haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
sálvame por tu misericordia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en un principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 2 Haz brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo.

Ant. 3 Bendito sea el Señor, que ha hecho por mí prodigios
de misericordia.

--III--

¡Que bondad tan grande, Señor,
reservas para tus fieles,
y concedes a los que a ti se acogen
a la vista de todos!

En el asilo de tu presencia los escondes
de las conjuras humanas;
los ocultas en tu tabernáculo,
frente a las lenguas pendencieras.

Bendito el Señor, que ha hecho por mí
prodigios de misericordia
en la ciudad amurallada.

Yo decía en mi ansiedad:
"Me has arrojado de tu vista";
pero tú escuchaste mi voz suplicante
cuando yo te gritaba.

Amad al Señor, fieles suyos;
el Señor guarda a sus leales,
y a los soberbios les paga con creces.

Sed fuertes y valientes de corazón
los que esperáis en el Señor.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en un principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 3 Bendito sea el Señor, que ha hecho por mí prodigios
de misericordia.

VERSÍCULO

V. Cuando sea yo levantado en alto sobre la tierra.
R. Atraeré a todos hacia mí.

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Jeremías
26, 1-15

Al comienzo del reinado de Joaquín, hijo de Josías,
rey dé Judá, vino a Jeremías esta palabra del Señor:

«Así dice el Señor: Ponte en el atrio del templo y di
a todos los ciudadanos de Judá, que entran en el tem-
plo para adorar, las palabras que yo te mande decirles;
no dejes ni una sola. A ver si escuchan y se convierte
cada cual de su mala conducta, y me arrepiento del
mal que medito hacerles a causa de sus malas acciones.

Les dirás: "Así dice el Señor: Si no me obedecéis
—cumpliendo la ley que os di en vuestra presencia y
escuchando las palabras de mis siervos los profetas, que
os enviaba sin cesar y vosotros no escuchabais—, enton-
ces trataré a este templo como al de Silo, y a esta ciudad
la haré fórmula de maldición para todos los pueblos
de la tierra."»

Los profetas, los sacerdotes y el pueblo oyeron a Je-
remías decir estas palabras en el templo del Señor. Y,
cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le
había mandado decir al pueblo, lo prendieron los sacer-
dotes y los profetas y el pueblo, diciendo:

«Eres reo de muerte. ¿Por qué profetizas en nombre
del Señor que este templo será como el de Silo, y esta
ciudad quedará en ruinas, deshabitada?»

Y el pueblo se juntó contra Jeremías en el templo
del Señor. Se enteraron de lo sucedido los príncipes de
Judá y, subiendo del palacio real al templo del Señor,
se sentaron a juzgar junto a la Puerta Nueva. Los sacer-
dotes y los profetas dijeron a los príncipes y al pueblo:

«Este hombre es reo de muerte, porque ha profeti-
zado contra esta ciudad, como lo habéis oído con vues-
tros oídos.»

Jeremías respondió a los príncipes y al pueblo:

«El Señor me envió a profetizar contra este templo
y esta ciudad las palabras que habéis oído. Ahora bien,
enmendad vuestra conducta y vuestras acciones, escu-
chad la voz del Señor, vuestro Dios; y el Señor se arre-
pentirá de la amenaza que pronunció contra vosotros.
Yo por mi parte estoy en vuestras manos: haced de mí-
lo que mejor os parezca. Pero, sabedlo bien: si vosotros
me matáis, echáis sangre inocente sobre vosotros, sobre
esta ciudad y sus habitantes. Porque ciertamente me ha
enviado el Señor a vosotros, a predicar a vuestros oídos
estas palabras.»

Responsorio

R. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué voy a decir?
¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero si precisamente
para esto he llegado a esta hora! * Padre, glorifica
tu nombre.

V. ¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me
turbas?

R. Padre, glorifica tu nombre.

SEGUNDA LECTURA

De los Sermones de san Agustín, obispo

La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es
origen de nuestra esperanza en la gloria y nos enseña a
sufrir. En efecto, ¿qué hay que no puedan esperar de la
bondad divina los corazones de los fieles, si por ellos
el Hijo único de Dios, eterno como el Padre, tuvo en
poco el hacerse hombre, naciendo del linaje humano, y
quiso además morir de manos de los hombres, que él
había creado?

Mucho es lo que Dios nos promete; pero es mucho
más lo que recordamos que ha hecho ya por nosotros.
¿Dónde estábamos o qué éramos, cuando Cristo murió
por nosotros, pecadores? ¿Quién dudará que el Señor ha
de dar la vida a sus santos, siendo así que les dio su
misma muerte? ¿Por qué vacila la fragilidad humana en
creer que los hombres vivirán con Dios en el futuro?

Mucho más increíble es lo que ha sido ya realizado:
que Dios ha muerto por los hombres.

¿Quién es, en efecto, Cristo, sino aquella Palabra que
existía al comienzo de las cosas, que estaba con Dios y
que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y puso
su morada entre nosotros. Es que, si no hubiese tomado
de nosotros carne mortal, no hubiera podido morir por
nosotros. De este modo el que era inmortal pudo morir,
de este modo quiso darnos la vida a nosotros, los mor-
.tales; y ello para hacernos partícipes de su ser, después
de haberse hecho él partícipe del nuestro. Pues, del
mismo modo que no había en nosotros principio de vida,
así no había en él principio de muerte. Admirable inter-
cambio, pues, el que realizó con esta recíproca partici-
pación: de nosotros asumió la mortalidad, de él recibi-
mos la vida.

Por tanto, no sólo no debemos avergonzarnos de la
muerte del Señor, nuestro Dios, sino, al contrario, debe-
mos poner en ella toda nuestra confianza y toda nuestra
gloria, ya que al tomar de nosotros la mortalidad, cual
la encontró en nosotros, nos ofreció la máxima garantía
de que nos daría la vida, que no podemos tener por no-
sotros mismos. Pues quien tanto nos amó, hasta el
grado de sufrir el castigo que merecían nuestros peca-
dos, siendo él mismo inocente, ¿cómo va ahora a negar-
nos, él, que nos ha justificado, lo que con esa justifica-
ción nos ha merecido? ¿Cómo no va a dar el que es
veraz en sus promesas el premio a sus santos, él, que,
sin culpa alguna, soportó el castigo de los pecadores?

Así pues, hermanos, reconozcamos animosamente,
mejor aún, proclamemos que Cristo fue crucificado por
nosotros; digámoslo no con temor sino con gozo, no con
vergüenza sino con orgullo.

El apóstol Pablo se dio cuenta de este título de gloria
y lo hizo prevalecer. Él, que podía mencionar muchas
cosas grandes y divinas de Cristo, no dijo que se gloria-
ba en estas grandezas de Cristo —por ejemplo, en que
es Dios junto con el Padre, en que creó el mundo, en
que, incluso siendo hombre como nosotros, manifestó
su dominio sobre el mundo—, sino: En cuanto a mí
—dice—, líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz
de nuestro Señor Jesucristo.

Responsorio

R. Señor, adoramos tu cruz y veneramos tu pasión glo-
riosa. * Ten misericordia de nosotros, tú que por
nosotros padeciste.

V. Muéstrate, pues, amigo y defensor de los hombres
que salvaste con tu sangre.

R. Ten misericordia de nosotros, tú que por nosotros
padeciste.

ORACIÓN.

Oremos:
Dios todopoderoso, mira la fragilidad de nuestra na-
turaleza y, con la fuerza de la pasión de tu Hijo, levanta
nuestra esperanza. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo.

CONCLUSIÓN.

V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.

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