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Oficio de lectura
DÍA V DE INFRAOCTAVA DE NAVIDAD.

29 de diciembre

Martha de Jesús+
1941-2008

Daniel +
1972-2001

INVITATORIO

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Ant A Cristo, que por nosotros ha nacido, venid, adorémosle.
[Sal 94] ó [Sal 99] ó [Sal 66] ó [Sal 23]

HIMNO

Pues, siendo tan gran señor,
tenéis corte en una aldea,
¿quién hay que claro no vea
que estáis herido de amor?

No es menos de que en el suelo
hay prendas que mucho amáis,
pues el temblor que le dais
jamás le distes al cielo.

Y pues por darle favor
tenéis corte en una aldea,
¿quién hay que claro no vea
que estáis herido de amor?

Esas lágrimas tan puras
y ese grito enternecido,
¿qué son sino de un subido
amor regalo y dulzura?

Y pues ya, de amantes flor,
tenéis corte en una aldea,
¿quién hay que claro no vea
que estáis herido de amor?

Qué grande misterio encierra
Belén; cantadle, criaturas:
«Gloria a Dios en las alturas
y paz al hombre en la tierra.» Amén.

SALMODIA

Ant. 1 El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

Salmo 45

Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro.

Por eso no tememos aunque tiemble la tierra
y los montes se desplomen en el mar.

Que hiervan y bramen sus olas,
que sacudan a los montes con su furia.

El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.

Teniendo a Dios en medio, no vacila;
Dios la socorre al despuntar la aurora.

Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan;
pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra.

El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

Venid a ver las obras del Señor,
las maravillas que hace en la tierra:

Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas,
prende fuego a los escudos.

"Rendíos, reconoced que yo soy Dios:
más alto que los pueblos, más alto que la tierra."

El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 1 El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.

Ant. 2 En los días del Señor florecerá la paz y él
dominará.

--Salmo 71--
--I--

Dios mío, confía tu juicio al rey,
tu justicia al hijo de reyes,
para que rija a tu pueblo con justicia,
a tus humildes con rectitud.

Que los montes traigan paz,
y los collados justicia;
que él defienda a los humildes del pueblo,
socorra a los hijos del pobre
y quebrante al explotador.

Que dure tanto como el sol,
como la luna, de edad en edad;
que baje como lluvia sobre el césped,
como llovizna que empapa la tierra.

Que en sus días florezca la justicia
y la paz hasta que falte la luna.

Que domine de mar a mar,
del Gran Río al confín de la tierra.

Que en su presencia se inclinen sus rivales;
que sus enemigos muerdan el polvo;
que los reyes de Tarsis y de las islas
le paguen tributo.

Que los reyes de Saba y de Arabia
le ofrezcan sus dones;
que se postren ante él todos los reyes,
y que todos los pueblos le sirvan.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 2 En los días del Señor florecerá la paz y él
dominará.

Ant. 3 El Señor salvará la vida de sus pobres.

--II--

Él librará al pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres;

él rescatará sus vidas de la violencia,
su sangre será preciosa a sus ojos.

Que viva y que le traigan el oro de Saba;
él intercederá por él pobre
y lo bendecirá.

Que haya trigo abundante en los campos,
y ondee en lo alto de los montes,
den fruto como el Líbano,
y broten las espigas como hierba del campo.

Que su nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol;
que él sea la bendición de todos los pueblos,
y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
el único que hace maravillas;
bendito por siempre su nombre glorioso,
que su gloria llene la tierra.
¡Amén, amén!

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 3 El Señor salvará la vida de sus pobres.

VERSÍCULO

V. Cuando los pastores vieron al Niño.
R. Dieron a conocer cuanto se les había dicho
acerca de él.

PRIMERA LECTURA

Comienza el libro del Cantar de los cantares
1, 1-10

¡Que me bese con besos de su boca! Son mejores que
el vino tus amores, es mejor el olor de tus perfumes.
Tu nombre es como un bálsamo fragante, y de ti se ena-
moran las doncellas. Llévame contigo, sí, corriendo, a tu
alcoba condúceme, rey mío: a celebrar contigo nuestra
fiesta y a alabar tus amores más que el vino. ¡Con razón
de ti se enamoran!

Tengo la tez morena, pero hermosa, muchachas de
Jerusalén, como las tiendas de Cadar, los pabellones de
Salomón. No os fijéis en mi tez oscura, es que el sol me
ha bronceado: enfadados conmigo, mis hermanos de ma-
dre me pusieron a guardar sus viñas; y mi viña, la mía,
no la supe guardar.

Avísame, amor de mi alma, dónde pastoreas, dónde
recuestas tu ganado en la siesta, para que no vaya per-
dida por los rebaños de tus compañeros.

Si no lo sabes, tú, la más bella de las mujeres, sigue
las huellas de las ovejas, y lleva a pastar tus cabritos en
los apriscos de los pastores. Amada, te pareces a la yegua
de la carroza de Salomón. ¡Qué bellas tus mejillas con
los pendientes; tu cuello, con los collares! Te haremos
pendientes de oro, incrustados de plata.

Responsorio

R. ¡Toda hermosa eres, amada mía, y no hay en ti de-
fecto! * Ven desde el Líbano, novia mía, ven.

V. Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi mise-
ricordia.

R. Ven desde el Líbano, novia mía, ven.

SEGUNDA LECTURA

De los Sermones de san Bernardo, abad

Dios, nuestro Salvador, hizo aparecer su misericordia
y su amor por los hombres. Demos gracias a Dios, pues
por él abunda nuestro consuelo en esta nuestra pere-
grinación, en este nuestro destierro, en esta vida tan
llena aún de miserias.

Antes de que apareciera la humanidad de nuestro Sal-
vador, la misericordia de Dios estaba oculta; existía ya,
sin duda, desde el principio, pues la misericordia del
Señor es eterna, pero al hombre le era imposible conocer
su magnitud. Ya había sido prometida, pero el mundo
aún no la había experimentado y por eso eran muchos
los que no creían en ella. Dios había hablado, ciertamen-
te, de muchas maneras por ministerio de los projetas.
Y había dicho: Sé muy bien lo que pienso hacer con
vosotros: designios de paz y no de aflicción. Pero, con
todo, ¿qué podía responder el hombre, que únicamente
experimentaba la aflicción y no la paz? «¿Hasta cuándo
—pensaba— iréis anunciando: "Paz, paz", cuando no hay
paz?» Por ello los mismos mensajeros de paz lloraban
amargamente, diciendo: Señor, ¿quién ha dado je a nues-
tra predicación? Pero ahora, en cambio, los hombres
pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan sus
ojos; ahora los testimonios de Dios se han hecho sobre-
manera dignos de -fe, pues, para que este testimonio fuera
visible, incluso a los que tienen la vista enferma, el Señor
le ha puesto su tienda al sol.

Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino
enviada; no es diferida, sino concedida; no es profetiza-
da, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo
así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría,
que se romperá en la pasión, para que se derrame aquel
precio de nuestro rescate, que él contiene; un saco que,
si bien es pequeño, está ya totalmente lleno. En efecto,
un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda
la plenitud de la divinidad. Esta plenitud de la divinidad
se nos dio después que hubo llegado la plenitud de los
tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran
de carne y, de este modo, bajo los velos de la humani-
dad, fue conocida la misericordia divina; pues, cuando
fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar
oculta su misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor
el Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra
propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la
que asumió, y no aquella carne de Adán que antes de
la culpa era inocente.

¿Qué cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios
como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué
amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios,
que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del
campo? Señor, ¿qué es el hombre para que le des impor-
tancia, para que te ocupes de él? Que comprenda, pues,
el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que refle-
xione sobre lo que Dios piensa y siente de él. No te
preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú;
pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso
sufrir por ti puedes deducir lo mucho que te estima; a
través de su humanidad se te manifiesta el gran amor
que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su hu-
manidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene,
y cuanto más se anonadó por nosotros, tanto más digno
es de nuestro amor. Dios, nuestro Salvador —dice el
Apóstol—, hizo aparecer su misericordia y su amor por
los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta mise-
ricordia y este amor de Dios a los hombres! Nos ha dado
una grande prueba de su amor al querer que el nombre
de Dios fuera añadido al título de hombre.

Responsorio

R. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser
sus hijos, * por pura iniciativa suya, para que la
gloria de su gracia redunde en su alabanza.

V. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser
imagen de su Hijo.

R. Por pura iniciativa suya, para que la gloria de su
gracia redunde en su alabanza.

HIMNO FINAL

Señor, Dios eterno, alegres te cantamos,
a ti nuestra alabanza,
a ti, Padre del cielo, te aclama la creación.

Postrados ante ti, los ángeles te adoran
y cantan sin cesar:

Santo, santo, santo es el Señor,
Dios del universo;
llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.

A ti, Señor, te alaba el coro celestial de los apóstoles,
la multitud de los profetas te enaltece,
y el ejército glorioso de los mártires te aclama.

A ti la Iglesia santa,
por los confines extendida,
con júbilo te adora y canta tu grandeza:

Padre, infinitamente santo,
Hijo eterno, unigénito de Dios,
Santo Espíritu de amor y de consuelo.

Oh Cristo, tú eres el Rey de la gloria,
tú el Hijo y Palabra del Padre,
tú el Rey de toda la creación.

Tú, para salvar al hombre,
tomaste la condición de esclavo
en el seno de una virgen.

Tú destruiste la muerte
y abriste a los creyentes las puertas de la gloria.

Tú vives ahora,
inmortal y glorioso, en el reino del Padre.

Tú vendrás algún día,
como juez universal.

Muéstrate, pues, amigo y defensor
de los hombres que salvaste.

Y recíbelos por siempre allá en tu reino,
con tus santos elegidos.

Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice a tu heredad.

Sé su pastor,
y guíalos por siempre.

Día tras día te bendeciremos
y alabaremos tu nombre por siempre jamás.

Dígnate, Señor,
guardarnos de pecado en este día.

Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

A ti, Señor me acojo,
no quede yo nunca defraudado.

ORACIÓN.

Oremos:
Dios todopoderoso, Dios invisible, que con la veni-
da de tu Hijo haz disipado las tinieblas del mundo,
míranos con amor y ayúdanos a celebrar con nuestros
cantos y alabanzas la gloria del nacimiento de tu
Hijo. Que vive y reina contigo.

CONCLUSIÓN.

V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.

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