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Oficio de lectura
Jueves XXIV Ordinario
NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES
Memoria

15 de septiembre

Martha de Jesús+
1941-2008

Daniel +
1972-2001

INVITATORIO

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Ant Entrad en la presencia del Señor con aclamaciones.
[Sal 94] ó [Sal 99] ó [Sal 66] ó [Sal 23]

HIMNO

Señor, ¿a quién iremos,
si tú eres la Palabra?

A voz de tu aliento
se estremeció la nada;
la hermosura brilló
y amaneció la gracia.

Señor, ¿a quién iremos,
st tu voz no nos habla?

Nos hablas en las voces
de tu voz semejanza:
en los goces pequeños
y en las angustias largas.

Señor, ¿a quién iremos,
si tú eres la Palabra?

En los silencios íntimos
donde se siente el alma,
tu clara voz creadora
despierta la nostalgia.

¿A quién iremos, Verbo,
entre tantas palabras?

Al golpe de la vida,
perdemos la esperanza;
hemos roto eo camino
y el roce de tu planta.

¿A dónde iremos, dinos,
Señor, si no nos hablas?

¡Verbo del Padre, Verbo
de todas la mañanas,
de las tardes serenas,
de las noches cansadas!

¿A dónde iremos, Verbo,
si tú eres la Palabra? Amén.

SALMODIA

Ant.1 No fue su brazo el que les dio la victoria, sino
tu diestra y la luz de tu rostro.

- Salmo 43-
--I--

¡Oh Dios!, nuestros oídos lo oyeron,
nuestros padres nos lo han contado:
la obra que realizaste en sus días,
en los años remotos.

Tú mismo, con tu mano, desposeiste a los gentiles,
y los plantaste a ellos;
trituraste a las naciones,
y los hiciste crecer a ellos.

Porque no fue su espada la que ocupó la tierra,
ni su brazo el que les dio la victoria;
sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro,
porque tú los amabas.

Mi rey y mi Dios eres tú,
que das la victoria a Jacob:
con tu auxilio embestimos al enemigo,
en tu nombre pisoteamos al agresor.

Pues yo no confío en mi arco,
ni mi espada me da la victoria;
tú nos das la victoria sobre el enemigo
y derrotas a nuestros adversarios.

Dios ha sido siempre nuestro orgullo,
y siempre damos gracias a tu nombre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant.1 No fue su brazo el que les dio la victoria, sino
tu diestra y la luz de tu rostro.

Ant. 2 No apartará el Señor su rostro de vosotros, si os
convertís a él.

--II--

Ahora, en cambio, nos rechazas y nos avergüenzas,
y ya no sales, Señor, con nuestras tropas:
nos haces retroceder ante el enemigo,
y nuestro adversario nos saquea.

Nos entregas como ovejas a la matanza
y nos has dipersado por las naciones;
vendes a tu pueblo por nada,
no lo tasas muy alto.

Nos haces el escarnio de nuestros vecinos,
irrisión y burla de los que nos rodean;
nos has hecho el refrán de los gentiles,
nos hacen muecas las naciones.

Tengo siempre delante mi deshonra,
y la vergüenza me cubre la cara
al oír insultos e injurias,
al ver a mi rival y a mi enemigo.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 2 No apartará el Señor su rostro de vosotros, si os
convertís a él.

Ant. 3 Levántate, Señor, no nos rechaces más.

--III--

Todo eso nos viene encima,
sin haberte olvidado
ni haber violado tu alianza,
sin que se volviera atrás nuestros pasos;
y tú nos arrojaste a un lugar de chacales
y nos cubriste de tinieblas.

Si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios
y extendido las manos a un dios extraño,
el Señor lo habría averiguado,
pues él penetra los secretos del corazón.

Por tu causa nos degüellan cada día,
nos tratan como ovejas de matanza.
Despierta, Señor, ¿por qué duermes?
levántate, no nos rechaces más.
¿Por qué nos escondes tu rostro
y olvidas nuestra desgracia y opresión?

Nuestro aliento se hunde en el polvo,
nuestro vientre está pegado a suelo.
Levántate a socorrernos,
redímenos por tu misericordia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. 3 Levántate, Señor, no nos rechaces más.

VERSÍCULO

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

PRIMERA LECTURA

Del libro de Ester
5, 1-5; 7, 2-10

Al tercer día, una vez acabada su oración, se despojó
Ester de sus vestidos de penitencia y se revistió de rei-
na. Recobrada su espléndida belleza, invocó a Dios, que
vela sobre todos y los salva, y, tomando a dos siervas,
se apoyó blandamente en una de ellas, mientras la otra
la seguía alzando el ruedo del vestido. Iba ella resplande-
ciente, en el apogeo de su belleza, con rostro alegre como
de una enamorada, aunque su corazón estaba oprimido
por la angustia. Franqueando todas las puertas, llegó
hasta la presencia del rey.

Estaba el rey sentado en su trono real, revestido de
las vestiduras de las ceremonias públicas, cubierto de
oro y piedras preciosas y con aspecto verdaderamente
impresionante. Cuando levantó su rostro, resplandecien-
te de gloria, y vio que la reina Ester estaba de pie en el
atrio, lanzó una mirada tan colmada de ira que la reina
se desvaneció; perdió el color y apoyó la cabeza sobre
la sierva que la precedía.

Mudó entonces Dios el corazón del rey en dulzura;
angustiado, se precipitó del trono y la tomó en sus bra-
zos y, en tanto ella se recobraba, le dirigía dulces pala-
bras, diciendo:

«¿Qué ocurre, Ester? Yo soy tu hermano, ten con-
fianza. No morirás, pues mi mandato alcanza sólo al co-
mún de las gentes. Acércate.»

Y, tomando el rey el cetro de oro, lo puso sobre el
cuello de Ester, y la besó, diciendo:

«Habíame.»

Ella respondió:

«Te he visto, señor, como a un ángel de Dios y mi
corazón se turbó ante el temor de tu gloria. Porque eres
admirable, señor, y tu rostro está lleno de dignidad.»

Y, diciendo esto, se desmayó de nuevo. El rey se tur-
bó, y todos su cortesanos se esforzaron por reanimarla.
El rey le preguntó:

«¿Qué sucede, reina Ester? ¿Qué deseas? Incluso la
mitad del reino te será dada.»

Respondió Ester:

«Si al rey le place, venga hoy el rey, con Aman, al ban-
quete que le tengo preparado.»

Respondió el rey:

«Avisad inmediatamente a Aman, para que se cumpla
el deseo de Ester.»

Así, el rey y Aman fueron al banquete preparado por
Ester y, durante el banquete, dijo el rey a Ester:

«¿Qué deseas pedir, reina Ester?, pues te será conce-
dido. ¿Cuál es tu deseo? Aunque fuera la mitad del reino,
se cumplirá.»

Respondió la reina Ester:

«Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh rey!, y si al rey
le place, concédeme la vida —éste es mi deseo— y la de
mi pueblo —ésta es mi petición—. Pues yo y mi pueblo
hemos sido vendidos para ser exterminados, muertos y
aniquilados. Si hubiéramos sido vendidos para esclavos
y esclavas, aún hubiera callado; mas ahora el enemigo
no podrá compensar al rey por tal pérdida.»

Preguntó el rey Asuero a la reina Ester:

«¿Quién es y dónde está el hombre que ha pensado
en su corazón ejecutar semejante cosa?»

Respondió Ester:

«Nuestro perseguidor y enemigo es Aman. ¡Ese mise-
rable!»

Aman quedó aterrado en presencia del rey y de la
reina. El rey se levantó, lleno de ira, del banquete y se
fue al jardín del palacio; Aman, mientras tanto, se quedó
junto a la reina Ester para suplicarle por su vida, por-
que comprendía que, de parte del rey, se le venía enci-
ma la perdición. Cuando el rey volvió del jardín de pa-
lacio a la sala del banquete, Aman se había dejado caer
sobre el lecho de Ester. El rey exclamó:

«¿Es que incluso en mi propio palacio quiere hacer
violencia a la reina?»

Dio el rey una orden y cubrieron el rostro de Aman.
Jarboná, uno de los eunucos que estaban ante el rey,
sugirió:

«Precisamente la horca que Aman había destinado
para Mardoqueo, aquel cuyo informe fue tan útil al rey,
está preparada en casa de Aman, y tiene cincuenta codos
de altura.»

Dijo el rey:

«¡Colgadle de ella!»

Colgaron a Aman de la horca que había levantado
para Mardoqueo y se aplacó la ira del rey.

Responsorio

R. Israel clamó a Dios y el Señor salvó a su pueblo;
* lo liberó de todos los males y obró grandes señales
entre los demás pueblos.

V. Anunciad con voz de júbilo: «El Señor ha rescatado
a su siervo Jacob.»

R. Lo liberó de todos los males y obró grandes señales
entre los demás pueblos.

SEGUNDA LECTURA

De los Sermones de san Bernardo, abad

Señor. Éste —dice el santo anciano, refiriéndose al niño
Jesús— está predestinado por Dios para ser signo de con-
tradicción; tu misma alma —añade, dirigiéndose a Ma-
ría— quedará atravesada por una espada.

En verdad, Madre santa, atravesó tu alma una espada.
Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la
carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, des-
pués que aquel Jesús —que es de todos, pero que es tuyo
de un modo especialísimo— hubo expirado, la cruel espa-
da que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de
muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó
a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma
de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser
arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor
atravesó tu alma, y por esto, con toda razón, te llamamos
más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión
superaron las sensaciones del dolor corporal.

¿Por ventura no fueron peores que una espada aque-
llas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y
penetraron hasta la separación del alma y del espíritu:
Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega
a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución
del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de
Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre
en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de
atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando
aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se
parte con sólo recordarlas?

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada
mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde ha-
ber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los
gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las en-
trañas de María, y nada más lejos debe estar de sus hu-
mildes servidores.

Pero quizá alguien dirá: «¿Es que María no sabía que
su Hijo había de morir?» Sí, y con toda certeza. «¿Es que
no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco
tiempo?» Sí, y con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello,
sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia.
Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de
dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la
compasión de María que de la pasión del Hijo de María?
Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su co-
razón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor su-
perior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta
otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no
tiene semejante.

Responsorio

R. Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, crucifica-
ron ahí a Jesús. * Estaba su madre junto a la cruz.

V. Entonces quedó su alma atravesada por una espada
de dolor.

R. Estaba su madre junto a la cruz.

ORACIÓN.

Oremos:
Dios nuestro, que quisiste que la Madre de tu Hijo
estuviera a su lado junto a la cruz, participando en
sus sufrimientos, concede a tu Iglesia que, asociada
con María a la pasión de Cristo, merezca también
participar en su gloriosa resurrección. Por nuestro
Señor Jesucristo, tu Hijo.

CONCLUSIÓN.

V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.

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